Me levanté aquella mañana sabiendo que algo importante había cambiando en mi vida. La soledad ya no se arremolinaba en mi alma, la euforia me embargaba y cuando me miraba al espejo, me parecía increíble que todo el mundo no adivinase que algo fantástico me estaba ocurriendo, se delataba en mi rostro. Mis poros lo exudaban.
Pero a pesar de aquella alegría, había otro sentimiento también agarrado allí. Y ese era el miedo. El miedo a perder lo que todavía no era mío. El miedo a no ser correspondido del mismo modo. El miedo a no saber dar de la misma forma.
Me daba cuenta de que en los últimos años había perdido la capacidad de amar de que ese sentimiento se extravió por el camino, y que de no utilizarlo se tornó escurridizo y huraño. Y las palabras para definirlo se me atascaban en la garganta y eran incapaces de ser pronunciadas. Pero había más, había una palabra oscura, dolorosa y fea que me atormentaba.
Como podía yo arrastrar a nadie a mi sórdido mundo. Como podía yo invitar a compartir mis momentos robados con la sombra de un tercer peón en el juego. Sabía que mi cobardía podía herir, así que opté por el camino que me parecía honesto. Por el camino que me desgarraría el alma, que me devolvería a la hostil realidad... Abandonar.
Pero en cuanto mi alma aceptó el hecho concreto, mi mente me impuso el peor de los castigos, y machaconamente recreaba la pérdida de mi paraíso particular. Veía imágenes fugaces de la ninfa que me había robado la razón. Besaba su boca madura, atesoraba sus blancas manos entre las mías, descubría su secreta pasión entre mis brazos. Todo ello martirizaba hasta la locura mi mente, hasta el punto de titubear ante mi camino trazado.
Pero era tal el amor que yo le profesaba, que mis dos hijos y mi esposa habían pasado a un plano secundario en mi vida. Mi trabajo como agente de bolsa, ya no era el cúmulo de éxito que me llenaba día a día. Nada era tan importante como la mirada de sus cristalinos ojos cuando me cobraba la estancia en el parking, y su mano rozando la mía al entregarme el cambio. Mi pequeña alondra, confinada en aquella jaula de cristal del centro comercial.
Dónde cada sábado, sin faltar ni uno, yo me dirigía cual perro adiestrado a realizar la compra de la semana. Y donde cada sábado sin despegar mis labios entretejía en mi mente una fantasía secreta con la dueña de mis anhelos.